miércoles, 10 de diciembre de 2008

La estación

Una gran masa bulliciosa que viene y que va en constante movimiento y desorden. Cada uno pendiente de su tren, de acelerar el paso o leer la prensa mientras se espera. Allí se mezcla la paciencia del que viaja por rutina, con la alegría del que vuelve a casa, con las ilusiones de aquel que espera alcanzar sus sueños al otro lado de la vía, con los temores del que todavía no ha decidido si coger... o dejar pasar ese tren. Todo, envuelto por el resonar de miles de pasos sobre la fría piedra que, de vez en cuando, esquivan una maleta o el humo del cigarrillo de un revisor. La estación es un lugar de paso, cuyos habitantes siempre están más preocupados por todo lo que tienen que hacer antes o después. Quizá por esto nadie repara en una figura inmóvil dentro de la escena, cubierta por una manta sucia y raída, sentada en un solitario banco entre el andén 3 y el 4. Allí permanece inmutable, ajena al agitado tránsito de viajeros que la envuelven, únicamente el vapor que se condensa a la salida de sus labios la diferencian de una estatua.
De pronto, entre el zumbido de la muchedumbre se alza una voz:

- Disculpe, ¿tiene hora?

Era esa voz, era la voz que tantas veces había imaginado escuchar, ahora sonaba real junto a su espalda. Se heló su sangre, quedó completamente paralizada. El shock repentino hizo que la manta con la que se cubría resbalara de sus hombros dejando entrever los adornos de lentejuelas de un vestido negro de fiesta.

- No has cambiado nada - continuó la voz mientras la acariciaba el tosco y enredado cabello.


Tal vez fue el contacto lo que la transportó a un inmenso y precioso salón de baile en el que 10 años antes él la había acariciado de igual modo. Por aquel entonces ella lucía unos brillantes, suaves y perfectos bucles que ondeaban entre copas, canapés y humo mientras se codeaba con la alta nobleza, reía y apostaba ala ruleta dejando que él la sostuviera en sus brazos cuando perdía ligeramente el equilibrio. Aquella noche creyeron enamorarse, tejieron sueños, se regalaron estrellas y tal vez la pasión o las drogas los llevaron a acordar fugarse a la mañana siguiente para empezar juntos una vida nueva, plena, allá donde fuesen comprendidos, lejos de prejuicios y ataduras. Cogerían el tren de las 11:32, un beso de despedida mientras las luces perdían intensidad hasta apagarse y entonces, regresó a la estación.
Ella había cumplido, pasó día y noche y día tras noche en la estación viendo cómo llegaban y partían trenes a todas las en punto con rigurosa puntualidad. Al principio ilusionada y asombrada, luego preocupada y por último triste y cansada. Cada tren tenía su destino: Berlín, Wroclaw, Brno, Moscú... pero ninguno se le antojaba lo suficientemente prometedor como para decidirse a subir a ese tren. Y así... hasta ahora. Trató de recuperar la conversación :


- Tu tampoco has cambiado nada, tan impuntual como siempre - replicó sin levantar la vista del suelo.


- ¿Impuntual? Querida, creo que esta vez es la primera que llego a la hora.


Y dicho esto se escuchó el silbido de un tren que entraba en la estación, se detuvo frente a ellos. Él avanzó dos pasos pero ella no se inmutó.


- Marie... los trenes no esperan - susurró dulcemente mientras le tendía una mano.


Ella levantó la mirada y por fin sus ojos se encontraron, era cierto que no habían cambiado tanto. Esbozó una sonrisa mientras, sin poder evitarlo, la felicidad la recorría de pies a cabeza. Aferró la mano que la tendía. Se dirigieron hacia el tren y apoyándose el uno en el otro subieron el escalón. Las puertas se cerraron tras ellos y al instante el tren reanudó su traqueteo alejándose de la estación.


En el panel informativo podía leerse:
A1018 con destino Neverland
Hora de salida 11:32

1 comentario:

Piscolabis dijo...

¿Puedes explicarme, mujer, cuánta pasión has puesto en el texto, para que pueda comprender por qué después de leerlo mis ojos estaban llenos de lágrimas?